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Cierto día estaban tres siervos de Dios en una conferencia de Ministros. Cada uno de ellos devengaba este cargo dentro de la comunidad a la cual servían, pero en países diferentes.
Lo cierto es que jamás se habían visto. Sin embargo, al finalizar el acto coincidieron en el restaurante en el que fueron a descansar.
Entre tanto hablar se presentaron y casualmente dos de ellos eran venezolanos y el otro era puertorriqueño.
Mientras hablaban, el mesonero del restaurante les ofreció algo de tomar, al cual asintieron amablemente. El siervo de Puerto Rico pidió una cerveza, dejando atónito a uno de los venezolanos. Este rápidamente, y de forma sarcástica, pidió un café sin quitar la mirada acusadora de su compañero. Este, al escuchar su pedido, también adoptó una conducta despectiva hacia quién, inocentemente y sintiéndose fiel hijo de Dios, degustaba de un inofensivo café.
Somos rápidos para acusar y juzgar
El tercer hombre, que también era venezolano, observó tales conductas. Entendiendo perfectamente el ambiente acusativo de los otros dos, decidió solicitar un delicado jugo de lechosa. Este último hombre estaba en medio de sus compañeros siendo testigo de aquella batalla de creencias que, aunque sin mencionar palabras, se disputaba entre aquellas dos personas.
El puertorriqueño tomó alegremente su cerveza y se marchó, pero reflejando en su rostro su inconformidad hacia su compañero del café. Una vez estando solos los dos venezolanos y pudiendo entenderse completamente, pues compartían la misma nacionalidad, empieza una serie de disputas por la conducta del representante de Puerto Rico.
El hombre del café le dice: mira ese lo que ha hecho, ingiriendo bebidas del mundo y se hace llamar hijo de Dios. A lo que su compañero responde: tú también quedaste mal de él y el otro contesta: ¿por qué? Si solo pedí café, y este le dice: sí, pero resulta que el café contiene cafeína y para ellos el café es droga. Él quedó como un borracho delante de ti, pero tú quedaste como un drogadicto delante de él.
¿Quién tiene la razón?
Ante estas situaciones surgen interrogantes como ¿De quién es la verdad? ¿Acaso Dios no nos hizo diferentes?
Si bien es cierto que la verdad solo la tiene Dios:
“Yo soy el camino, la verdad y la vida —le contestó Jesús—. Nadie llega al Padre, sino por mí” (Juan 14:6)
También es cierto que somos distintos:
“Así nosotros, que somos muchos, somos un cuerpo en Cristo e individualmente miembros los unos de los otros” (Romanos 12:5).
Dios no hace acepción de personas y dependiendo de nuestro lugar de origen varían nuestras costumbres y creencias. Esto es necesario porque, de lo contrario, Dios no lo habría dispuesto:
“Porque es necesario que entre vosotros haya bandos, a fin de que se manifiesten entre vosotros los que son aprobados” (1 Corintios 11:19).
El objetivo principal la verdad es la salvación, practícala y alcanzarás vida eterna.
En conclusión
No critiques a tu hermano(a), antes ocúpate en conocer sus principios, a fin de que entiendas que no todos somos iguales. Sin embargo, el Señor es uno solo:
“Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo” (1 Corintios 12:5).
Retrae tu lengua y líbrate de condena. El hecho de que Dios nos la haya dado y podamos hablar, no quiere decir que de ella solo salga “verdades” que hieren.
Por otro lado, no pongas tu mirada en los hombres. Pero sí es cierto que todos tenemos un testimonio que dar. Si lo que estás a punto de hacer hiere o incomoda a tu hermano, no lo hagas. No seas piedra de tropiezo.